martes, 24 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad (2.013)

La luz de los faros rebotaba en la espesa niebla que envolvía todo. El día invitaba a cualquier cosa menos a salir al exterior, pero no quedaba más remedio. Era la mañana de Navidad y un pequeño coche se dirigía a la casa familiar de los abuelos a celebrar la habitual comida navideña.
Miriam conducía muy concentrada en la carretera ya que la visibilidad era bastante escasa. Sus hijos, Ana y Miguel iban en la parte de atrás.
- ¿Cuánto queda, mamá? - pregunto Miguel.
- Un rato. -respondió Miriam. El trayecto no era muy lago, pero con la niebla iba conduciendo muy despacio. Conocía la carretera perfectamente, pero con ese tiempo, cualquier precaución era poca.
- No me aguanto más. Quiero hacer pis.
- No puedo parar, cielo. Mira cómo está la niebla.
- ¡No puedo aguantar más!

Ana miró a su hermano con cara de resignación. Era dos años mayor que él y tenía que aguantarle en todos los viajes. Si no se mareaba, se hacía pis o se ponía nervioso.

- Pues tendrás que aguantarte. - dijo su madre.
- Me da que no se aguanta. - respondió Ana. Si no da la lata en un viaje, no sería Miguel.
- Déjale tranquilo. - replicó su madre. Bastante tenemos con la niebla para que estéis distrayendo.

Siguió conduciendo, mientras miraba por el espejo retrovisor. Miguel se removí inquieto en su asiento. Al final, tendré que parar, pensó Ana. Lo que faltaba. Se puso a recordar dónde podría haber un sitio donde parar con seguridad. Recordaba una zona amplia a lado de la carretera antes de una de las curvas. Creía que no la había pasado todavía. Era un lugar que la gente utilizaba como aparcamiento cuando se hacían las excursiones por el camino que bordeaba el río. Si lograba verlo a tiempo, podría para sin peligro.

- Aguanta un poco. Más adelante hay un sitio donde puedo parar.
- Espero que no quede mucho. - respondió Miguel. Me hago mucho pis. -dijo con voz lastimera.
- Tú concéntrate, que no creo que tardemos mucho.

Siguió conduciendo un poco nerviosa. Además de la niebla, ahora tenía que intentar localizar el sitio para detenerse y, con lo poco que se veía, no era tarea fácil. Notaba los hombros rígidos de la tensión. La niebla era algo más espesa, lo que tenía que indicar que debían estar cerca del río. Y si estaban cerca del río, el aparcamiento estaría por allí.
Cuando pensaba que ya se había pasado el lugar, reconoció la curva y redujo la velocidad. Miró por los espejos, pero no había tráfico en ninguno de los dos sentidos. Estaba circulando a unos 20 kilómetros por hora, lo cual era un tanto peligroso con esas condiciones. Finalmente, localizó el espacio abierto y se desvió. Aparcó el coche, se desabrochó el cinturón y se giró hacia Miguel.

- ¡Vamos! Ponte el abrigo y sal.
- No quiero ponerme el abrigo. - protestó Miguel.
- No empecemos. Mira el tiempo que hace. Ponte el abrigo y vamos. Si no, seguimos y no paramos. - dijo haciendo amago del volver a ponerse el cinturón.
- ¡No! Ya voy. - acto seguido, se puso con dificultad el abrigo y abrió la puerta.
- ¡Espera! Tenemos que buscar un sitio apropiado.

Ambos bajaron del coche. Hacía bastante frío y la humedad era muy alta. La niebla les empapó en un momento. Miriam se puso el gorro del abrigo y se subió la cremallera hasta arriba. Hizo lo mismo con Miguel.

- Vamos a darnos prisa, que vamos a coger una pulmonía. - dijo mientras señalaba unos árboles que había unos metros más allá. Vete hacia esos árboles y no tardes. Estoy detrás de ti.

Miguel salió corriendo mientras Miriam le miraba. Miró de reojo el coche donde esperaba Ana. Se veían las luces con dificultad. Cuando volvió la mirada hacia Miguel, éste ya había terminado y se dirigía hacia ella. De repente, se paró en seco y giró la cabeza hacia los árboles.

- ¿Qué pasa? ¿Por qué te paras? - preguntó un poco alarmada. Miguel seguía parado a escasos metros de los árboles.
- Hay algo ahí. - dijo con voz trémula.
- ¡Ven para acá!
- No puedo. Tengo miedo.

Miriam se puso a correr hacia Miguel. Cuando casi le había alcanzado, vio unos ojos entre la niebla.

- ¡Ven aquí! - gritó, pero Miguel no se movía.

Alcanzó a Miguel y se puso delante de él, mirando hacia la niebla. Escuchó un gemido leve. Por su cabeza pasaron unas cuantas ideas, ninguna tranquilizadora. Se puso a mirar por el suelo buscando un palo por si tenía que utilizarlo.

- ¡Es un perro! - gritó Miguel. Se dispuso a correr hacia él.
- ¿Qué haces? - Miriam le paró en seco. No sabemos si es peligroso.

No se apreciaba bien al animal. Sólo se veía una forma negra con el pelo empapado y unos ojos húmedos que miraban hacia ellos. Daba más pena que miedo. En cualquier caso, Miriam no se fiaba.
Una vez que lo mirabas con atención, se veía un animal asustado, con el rabo entre las patas, temblando de frío o de miedo. Miriam empezó a relajarse. Estaba claro que era un perro abandonado. Algún desalmado había aprovechado la ubicación del lugar para dejarlo allí tirado y marcharse. A saber cuánto tiempo llevaría abandonado el pobre animal.
Miguel notó el cambio de actitud de su madre y se soltó de ella para acercarse al perro. Éste reculó un poco, pero al ver que el niño se acercaba con suavidad, dio un par de paso hacia él, moviendo tímidamente el rabo. Miguel acercó la mano lentamente hacia el animal, con la palma hacia dentro y el perro le olfateó y, después, le dio un par de lametazos.

- Mira mamá, no hace nada.
- Ya veo. Venga, vámonos que vamos a llegar tarde.
- Pero no podemos dejarlo aquí. - protestó Miguel.
- Eso es cierto. - dijo Ana desde detrás. Al ver lo que pasaba, se había bajado del coche.
- ¿Y qué queréis que hagamos? - preguntó Miriam, arrepintiéndose nada más hacer la pregunta.
- Podemos llevárnoslo. - dijo Miguel entusiasmado.
- Ni hablar. - replicó su madre.
- ¿Por qué no? - preguntó Ana. No podemos dejarle aquí ahora que sabemos que está abandonado y que es inofensivo.
- Estáis locos. No pienso meterlo en el coche así. Nos vamos.
- ¡No! - protestaron ambos niños. Por favor. - pidió lastiméramente Ana.
- No. - respondió su madre, pero con poca convicción.
- ¡Por favor, por favor!

Miriam contempló la estampa. Los dos niños estaban acariciando al perro, que se dejaba hacer. Los tres empapados, aunque el perro mucho más. No pudo evitar sonreír. Ella siempre había tenido perros en casa, pero desde que se independizó no volvió a tener. A su marido no le gustaban y ella cedió. Ahora que él ya no estaba, llevaban separados tres años, no había impedimento. Miró detenidamente al perro, que en realidad era hembra. Se veía un buen animal Parecía hasta noble. Llevaba un collar bastante gastado y medio roto, lo que evidenciaba que, en algún momento, había tenido dueño. Se le veían todos los huesos. Entre el hambre y el agua, no parecía gran cosa, pero ahí estaba, entre los dos niños, moviendo el rabo y dando lametones a los dos.

- Es una señal mamá. - dijo Miguel en tono muy serio. Ana puso los ojos en blanco. Su hermando siempre estaba con eso de las señales, pero en este caso no dijo nada. Parecía que su madre estaba cerca del convencimiento.
- Yo sí que te voy a dar a ti una señal. - respondió Miriam, pero con una media sonrisa. ¿Y cómo nos lo vamos a llevar ?
- Podemos usar la manta que llevamos siempre en el coche. - dijo Ana. Total, la tiramos siempre al suelo y la usamos para no mancharnos. Cuando lleguemos a casa de la abuela podemos bañarla. Ella tiene una pila enorme.
- No sé. - Miriam dudaba todavía. Es cierto que siempre habían usado la pila para lavar a los perros. Claro que era el día de Navidad.
- ¡Vamos mamá! - protestó Ana.
- Vaaaale. Pero el coche me lo vais a limpiar los dos por dentro hasta que no quede un solo pelo y no huela mal.

Los dos niños se pusieron a saltar de alegría, con la perra girando alrededor de ellos. Se fueron corriendo hacia el coche, sacaron la manta y envolvieron al animal en ella. Pusieron un viejo plástico que había también en el maletero y lo pusieron en el asiento de atrás para poner encima a la perra. Cuando entraron todos al coche, se empañaron todos los cristales por el cambio de temperatura y por la humedad que tenían. Colocaron a la perra entre los dos niños y se hizo una rosca, apoyando el hocico en las piernas de Miguel.

- ¿Estamos listos? - preguntó Miriam, mirando hacia atrás e ignorando las gotas que caían al suelo y la mancha que el hocico de la perra estaba dejando en el pantalón de Miguel. Pues andando, que llegamos tarde.

Se pusieron de nuevo en marcha. La niebla era más espesa, ya la carretera discurría paralela al río. A pesar del retraso, Miriam iba despacio y con mucho cuidado, ya que la visibilidad era poca. Miró por el retrovisor y vio que la perra se había quedado dormida y que los niños andaban rascándole las orejas. Sonrió. Mejor no pensar qué vamos a hacer con ella ni lo que dirá mi madre cuando la vea.

Llevaban un rato callados cuando, de repente, la perra abrió los ojos, se incorporó y levantó las orejas. Se puso a gruñir e, inmediatamente a ladrar con fuerza. Los niños intentaron calmarla, pero no había manera. Miriam se preocupó. En el fondo, habían metido un animal al que no conocían en el coche y podía ser peligroso. Lo mejor era parar y sacar a la perra antes de que pasara algo. La perra seguía ladrando insistentemente. Detuvo el coche en el arcén y se disponía a sacar a la perra cuando un cable de electricidad cayó delante del coche entre una lluvia de chispas. La perra dejó de ladrar y se sentó sobre la manta.
Todos en el coche estaban en silencio. Sólo se oía la respiración agitada de la perra.

- ¡Nos ha salvado! - grito Miguel. ¡La perra nos ha avisado y nos ha salvado! ¿Veis como era una señal? Si no se hubiera puesto a ladrar y a gruñir, no habríamos parado y nos habría caído el cable encima.

Se miraron los tres. Miriam sabía que el niño tenía razón. La perra estaba sentada tranquilamente en el centro del asiento respirando y con la lengua colgando en un lado del hocico.

- ¡Muy bien, chica! - dijo, acariciándola enérgicamente en la cabeza. Creo que te has ganado de sobra el hueco en casa.


Nota del Autor:

Un sencillo cuento de Navidad, dedicado a esos seres de cuatro patas que conviven con nosotros y nos alegran (y a veces entristecen) nuestras vidas. Siempre están ahí desinteresadamente, cosa que no puede decirse de muchos de los seres de dos piernas que nos rodean.

Recordad que no hay perros malos, sino malos dueños.

2 comentarios:

bruja dijo...

Me hicistes llorar Pedro, de verdad, y sí , tienes razón, muchos son mejores que algunos de 2 patas!

¡¡ Feliz navidad para todos!!

Manz dijo...

¡Guaaaaaau...! Que potitooooo...

(perdón por el chiste)