jueves, 29 de mayo de 2008

Una entrada corta

Es curioso cómo funciona la mente humana.

Hoy venía en el coche camino del trabajo y, no sé por qué, venía pensando en la música y los libros.
Soy un pesado y hablo siempre de lo mismo, pero es lo que hay. Otros se dedican a la cocina, otros a exponer sus quejas. Yo me dedico a reflexionar y a escribir.

A lo que iba. En el coche, con la música del último de Amaral viendo el efecto del sol al atravesar la nubes en el horizonte, y lo que he pensado es que es una pena no tener tiempo para disfrutar de estas cosas. Entonces es cuando se me va la olla y me imgino en una habitación de grandes ventanales, con el mar enfrente, buena música de fondo, y una gran mesa donde yo puedo escribir.

Ha sido un pensamiento momentáneo.

Luego llego aquí, y me he puesto a leer las primeras páginas de "El juego del Ángel", que me ha "dejado" una amiga. No penséis que leo en el trabajo (a veces sí) es que cuando me he ido al baño con mi pda, he comenzado la lectura del libro. Transcribo el primer párrafo
:


Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio.

Esta descripción me ha dejado pasmado. Es muy buena y completamente real.
He recordado mis pensamientos en el coche. Quisiera sentarme a escribir y poder hacerlo tranquilamente.

Una pena, pero por ahora, tengo que seguir por aquí.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Mi relato inacabado

Como os dije en el primer mensaje del año, quería presentar un relato al concurso de relatos cortos de mi pueblo.
Luego, en otro mensaje, os dije que no fui capaz de acabarlo. Sigue sin acabar, pero intentaré acabarlo.

Mientras, y para ctualizar las entradas del blog y evitar que algún mamonazo me eche la charla, os voy a poner el relato tal cual está.

Se titula "El refugio"

La gente consideraba a Luis un chico distinto. Era una persona agradable, aunque un poco introvertido. Claro que los que conocían su historia lo veían de otra manera.

Luis vivía con su tía desde los doce años, cuando sus padres y su hermana murieron en un accidente de coche. Luis era una promesa del tenis. Participaba en la final del campeonato de España y había alcanzado la final. Su familia iba camino del torneo, para asistir a la gran final, cuando una rueda reventó y acabó con la vida de los tres.

Ana era su madrina, la hermana de su madre. Desde siempre se habían llevado muy bien, y pasaba largas temporadas en casa de Luis. Trabajaba de representante comercial de una compañía de exportaciones, y pasaba bastante tiempo de viaje fuera de España. Cuando regresaba de una estancia larga fuera de casa, solía quedarse un par de semanas en casa de Luis.

Tras el accidente, Ana pidió un puesto en las oficinas centrales y se ocupó de Luis. No estaba casada. Sus continuos viajes impedían una relación estable, y después no mostró ningún interés en perder su independencia.

Era una persona muy racional y daba bastante espacio a Luis, que ya de pequeño tenía un carácter equilibrado y responsable, en parte por la disciplina del deporte. Tras el accidente, Luis dejó el tenis; consideraba que por su culpa había perdido a su familia, y abandonó un deporte en el que estaba destinado a triunfar. Fue una época muy difícil. El inicio de la adolescencia unido a la pérdida de su familia podían haber tenido un impacto negativo en él. Sin embargo, lo que ocurrió es que se volvió más retraído. En lugar de estallar, se encerraba en si mismo. Se habituó a pasar las malas rachas sin ayuda de nadie, encerrado en su mundo. Se aficionó a los libros que le ayudaban a escapar de la realidad y le permitían vivir otras vidas y en otros mundos más interesantes y menos tristes que el suyo. Pero no se convirtió en un solitario. Tenía bastantes amigos, que se habían acostumbrado a su manera de ser. En el fondo les gustaba que alguno del grupo fuera así; racional, moderado y equilibrando a los demás, aunque jamás lo admitirían.

Una de las costumbres de Luis era salir con la bicicleta y explorar por el campo. Vivían en un pueblo de Madrid, y cuando vivían sus padres, solían salir a pasear con las bicis. A veces llevaban comida, y cuando encontraban un lugar interesante, dejaban las bicis y se ponían a explorar, buscando restos de otras épocas; cuando se cansaban, extendían una gran manta en el suelo, a la sombra de algún árbol en verano, o al sol si hacía buena temperatura y comían.

Su lugar favorito era un búnker de la guerra civil, que su abuelo había enseñado a su padre, y éste a su familia. Su abuelo había usado ese búnker durante la guerra, y se había conservado relativamente bien, con lo que iban a verlo de vez en cuando. Se podían apreciar las marcas de los disparos y uno podía fácilmente imaginar lo que debían haber sentido los dos bandos al luchar allí.

Luis sabía que por allí casi nunca iba nadie. A veces algún aficionado a la historia pasaba a verlo y sacar unas fotos, pero sentía que ese lugar era suyo; un refugio que nadie conocía, y al que escapaba cuando necesitaba estar solo. No había hablado a nadie de su existencia; ni a su tía ni a sus amigos, ni siquiera a los más íntimos.

Cuando su familia murió, pasaba muchos ratos allí. Su tía le dejaba, porque sabía que necesitaba estar solo. Al principio le preocupaba no saber dónde iba, pero poco a poco se fue acostumbrando a sus salidas. Luis cogía la bici y volvía al cabo de las horas.

La primera vez que entró al búnker, quedó impresionado. Por dentro era grande, más de lo que aparentaba por fuera. El cuerpo principal eran dos pasillos en cruz, que acababan en unas aberturas, por las que se controlaban los alrededores y por los que se defendía la posición. Uno de los pasillos era más largo que el otro, y al final había una especie de escaleras que llevaban a otro pasillo subterráneo acabado en una estancia, donde debían descansar los soldados. El búnker estaba sorprendentemente bien conservado. Las primeras veces no se atrevió a explorar todo el recinto; la parte superior tenía más luz, pero imponía la soledad del lugar. El pasillo inferior no tenía luz natural y daba verdadero miedo adentrarse en él, sin saber lo que podía haber. Un día se llevó una potente linterna y decidió adentrarse en la parte más subterránea. Comenzó a avanzar por el pasillo, y no se veía nada de interés. A primera vista sólo parecía un pasillo que acababa en una pared, pero esto no tenía sentido, así que decidió ir hasta el final del mismo. Lo que parecía el final del mismo no era tal, sino que el pasillo describía un ángulo cerrado, y continuaba brevemente hasta llegar a una especie de habitación. Si alguien fuera capaz de penetrar en el búnker, con unos pocos soldados, refugiados en el nivel inferior, podían defenderlo. Muy bien pensado.

Un sitio perfecto para disfrutar de la soledad. Un poco incómodo, pero nada que no tuviera solución

Las primeras veces se limitaba a tumbarse en el suelo o a recostarse contra una pared y dejar pasar las horas mientras se perdía en los recuerdos, disfrutando del dolor que éstos le producían. Poco a poco fue inspeccionando con más detalle el sitio. Se llevaba una potente linterna y buscaba indicios y pistas de las personas que habían pasado por allí. Hizo dos grandes descubrimientos. En una de las esquinas de la estancia inferior encontró una pequeña grieta, en la que cabía la mano. Pensaba que era natural, debido a la construcción, hasta que un día metió un poco la mano, y notó con los dedos una parte gastada y lisa, como si se hubiera usado mucho. Probó a tirar ligeramente, y se desprendió un bloque de piedra que dejó al descubierto un hueco de unos cuarenta centímetros de profundidad y treinta de ancho. Luis imaginó que era una especie de escondite donde los soldados guardaban para que nadie las robara.

Aprovechando el escondite, Luis fue dejando cosas que no usaba en casa y que le podían ser útiles; llevó una vieja manta que su tía iba a tirar, una radio que nadie usaba en casa, la linterna que solía llevar, unas cuantas pilas de repuesto y cosas así. Con el tiempo, tenía guardadas suficientes cosas para poder pasar el rato en el búnker, sin necesidad de ir cargado desde casa, así que cuando tenía ganas de estar solo, cogía la bici y se plantaba allí. Al final se convirtió en una rutina, y no pasaba ninguna semana en la que no visitara su refugio.

Ahora, le costaba recordar cuándo estuvo allí por última vez. Su vida era distinta. Tenía muchos amigos con los que salía y se divertía. También había una chica, Laura, con la que quedaba a menudo. Nunca habían dicho que eran novios, pero a esta edad no es necesario decirlo. No necesitaba evadirse, ni estar solo, así que el refugio quedó como una parte de su infancia que ya no necesitaba, aunque le había dejado una profunda huella.

Era curioso. Llevaba meses sin pensar en el refugio, y ahora le había venido a la cabeza. Sus amigos habían aprovechado el puente para irse a esquiar. A Luis no le gustaba esquiar, por lo que declinó la invitación de ir con ellos. Pasaría los tres días con Laura. Cosas del destino, Laura cayó enferma, y ahora Luis no tenía nadie con quien pasar el tiempo. Y precisamente, lo primero en lo que pensó fue en el búnker. Podía ir a recoger las cosas que tenía allí. Probablemente no volviera por allí, o al menos no tan asiduamente como para dejar cosas en él. Lo acababa de decidir; una visita rápida para ver qué podía aprovechar de las cosas que tenía, y lo que no, lo tiraría a la basura.

Sacó la bici del garaje y se sorprendió de la temperatura. Para estar en enero, el sol brillaba con fuerza, y hasta hacía calor. Pedaleó hasta el búnker, y disfrutó del paseo. Dejó la bici apoyada en la pequeña ladera que formaba el búnker y subió a la entrada del mismo. Al entrar notó un olor extraño. Le invadió una sensación extraña. Lamentó no llevar una linterna en la mano; como conocía perfectamente el camino, la tenía guardada en el escondite de la sala final. Agudizó el oído, pero no oyó nada. Dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad, y cuando pudo vislumbrar la silueta de las paredes, se dirigió con paso decidido a por la linterna. Cuando llegó, palpó la pared y descubrió asombrado que la piedra que ocultaba el hueco no estaba. Tanteó nervioso el interior del mismo, pero la linterna no estaba. Se giró dispuesto a marcharse, pero el haz de luz de su linterna le cegó. Había alguien en la puerta de la sala, que le apuntaba con su linterna a la cara.

- ¡Joder! – masculló, cegado y enfadado.

- ¿Quién eres tú? – preguntó la voz tras la luz. ¿Qué haces aquí?

Luis estaba más enfadado que asustado. Era un chico joven y fuerte, y con su edad, no tenía miedo. Pero le molestaba que alguien hubiera profanado su refugio y le hubiera robado sus cosas.

- Eso mismo podría preguntarte yo. ¿Qué has hecho con mis cosas? ¿Esa es mi linterna? Pues ya podría dejar de apuntarme con ella.

- Perdona – la voz parecía dudar. Lo de apuntar con la linterna a los ojos del intruso había sido una buena idea para asustar al intruso, pero ahora se sentía más intruso él.