miércoles, 11 de junio de 2014

Gracias Duna

Yo nunca había tenido un perro. Nunca hemos sido de mascotas en casa. Pero una vez que nos íbamos a casar, hablamos del tema y acordamos tener uno. Yo me hacía una idea de las tareas y responsabilidades que acarreaba, pero nunca lo habíamos vivido realmente. Aunque María tenía una perra en casa de sus padres, no se encargaba ella exclusivamente. Tomamos la decisión y hablamos con nuestros asesores perrunos para ver dónde y cómo encontrábamos lo que queríamos. Tres requisitos claros: hembra, cocker y color canela.

Dicen que los canelas se vuelven locos y son peligrosos. Ja, ja, ja. Salvo defectos en el perro, el carácter del mismo lo marcan los dueños. La base está en el animal y la raza, pero son los dueños los que marcan el comportamiento final.
Pero dejemos los estudios perrunos.
Nuestros asesores perrunos (gracias Rosa y Alberto) nos dijeron que ellos se encargaban y que sería su regalo de bodas.
Dicho y hecho. Cocker hembra y canela, seleccionada directamente por los asesores, tras haber pasado las oportunas pruebas que se indican en el Manual del Perroloco. Después de la Luna de Miel, podíamos pasar a por el regalo.
Rumbo a Granada. Para rematar, la perra es andaluza, ¡qué más podemos pedir! Llegamos allí y la vimos por primera vez. Pequeña, orejuda y rubia. Y loca. Un encanto. No sé si fue la primera o la segunda noche cuando salimos a dar una vuelta y la dejamos sola. Bueno, había dos perros más en casa. Otro cachorro y un adulto. A los cachorros los dejamos en la cocina. Cuando volvimos, habían tirado y roto una botella de sidra y algo debieron beber. Resultado, un perro herido en la pata. Pudo ser peor.




Los expertos recomiendan que se le den paseos cortos al perro en coche para que se habitúe y no se maree. Nosotros no teníamos opción. 500 kilómetros de una tacada. Ni se inmutó. Desde entonces, los viajes con ella siempre han sido una maravilla. Se hacía su rosca debajo del asiento del copiloto y ya no existía la perra hasta el destino.



Con esta pequeña historia da comienzo a nuestra vida en común con Duna. Los primeros años fueron complicados. Parábamos poco en casa y la perra (cachorro) se debía aburrir. Sufrimos numerosas víctimas. Lámparas, plantas, papeles, aunque sus preferidos eran cojines y cunas. Al final, aprendimos a controlarla. El método, sencillo. La dejábamos encerrada en una habitación y quitábamos todo de su alcance. Como nos descuidáramos, al volver nos encontrábamos un campo de batalla.
La fuimos educando. Sit, plas, ven, toma (para que no cogiera comida de extraños), la pata, la otra pata. Cosas básicas que fuimos enseñándole. Nacieron los niños. La enseñamos a no robarles la comida de las manos, a que aguantara los sobeteos y apretones de los bebés. Creo que jamás tuvo un gesto feo o extraño. Podías hacerle lo que sea, que no se quejaba.

No todo es idílico. Le costó bastante aprender a hacer sus cosas fuera de casa. A veces nos enfadábamos con ella cuando rompía algo (ahora lo recuerdo con humor). Tenías que levantarte antes para sacarla, salir varias veces al día haga frío o calor, llueva o nieve. Pero son parte de las responsabilidades que conlleva tener un perro en casa. Si me preguntáis ahora si me importaba perder 15-20 minutos de sueño para levantarme antes y sacarla o si me importaba sacarla en invierno a bajo cero, la respuesta es no. Ya me he acostumbrado. Forma parte de la rutina. De hecho, a pesar de que ya no está, sigo levantándome antes, sólo que ahora me sobra tiempo...

No voy a contar sus anécdotas. Cada uno tendrá las suyas. Prefiero quedarme con sus recuerdos en general. Llegabas a casa y te esperaba detrás de la puerta y te saludaba. Te levantabas de la cama y la tenías a los pies para que la acariciaras. Te veía en cualquier sitio y se ponía panza arriba para que le hicieras cosquillas. Si estabas en la cocina, estaba atenta a cualquier descuido (probablemente haya comido más jamón que alguno). Cualquier cosa que caía al suelo y era comestible, era para la aspiradora canina. Siempre estaba moviendo el rabo, contenta. Y debe ser el único perro que quería ir al Veterinario.
Ahora echamos de menos esas cosas. Por defecto miras el hueco donde estaba su cuna. Cuando entras en casa, miras a ver dónde está, pero no la encuentras. Cuando se nos cae algo al suelo, tenemos que recogerlo porque ella no lo va a coger. Ya no puedo hablar con ella. La usaba de enlace con el resto de la familia. "Duna, tu madre está mal de la cabeza". "Duna, vete a buscar a Javier (o Silvia)". "Duna, ¿has visto noseqé o a nosequién?". Es increíble el hueco que dejan en nuestras vidas cuando ya no están.

Pero hay que pasar página. De momento, nos queda la tristeza y el dolor. Con el tiempo nos quedarán los buenos recuerdos y sonreiremos. Pero nunca te olvidaremos. Siempre estarás ahí. Te quedará el honor de haber sido la primera perra de la familia Moral Garrido. No sabemos si habrá más, aunque supongo que cuando pase este dolor, la decisión caerá hacia el SÍ. De momento, eres única y creo que lo seguirás siendo, vengan o no más perros. No sé si llegaremos a tener una perra como tú. Buena, noble, simpática, con el toque de locura que nos gusta. Cariñosa. Aunque no te gustaran los perros, Duna conseguía una caricia. Una vez más, gracias a Rosa y Alberto por ese maravillo regalo. Has vivido mucho con nosotros, aunque nos hubiera gustado que estuvieras más tiempo. Pero te llevaremos en el corazón. Siempre. Vigílanos desde arriba, porque estoy seguro que debes estar en algún sitio maravilloso, que es lo que te mereces.

Por todas estas cosas, gracias Duna.