En el pueblo todos pensaban que estaba loco. A él tampoco es que le importara demasiado. Siempre había sido una persona un poco retraída, que no tenía demasiados amigos. Lo que realmente le gustaba eran los libros y navegar. Viviendo en la costa, se había criado con el olor a mar y la pasión por navegar. Tenía su propio barco, y en cuanto podía, soltaba amarras y navegaba hasta un lugar fuera de la vista de la costa. Echaba el ancla, ponía un par de cañas de pescar con sus cebos en los soportes, y se recostaba en una hamaca a disfrutar del sol y la brisa marina, acompañado de un libro y una copa de vino. Sólo se veía interrumpido por unos chapuzones en el agua o por las esporádicas capturas, que le hacían luchar un rato con los peces que habían picado, para, una vez capturados, echarlos al cubo, donde se quedaban hasta que su estómago protestaba y cocinaba el pez en la pequeña cocina del barco. Así pasaba las horas, hasta que sentía frío. Entonces bajaba al camarote donde se dormía escuchando los programas de la radio. Esta era su rutina, que únicamente cambiaba cuando había temporal y tenía que volver a tierra, donde se sentía como pez fuera del agua. Si estaba mucho tiempo en tierra su carácter se agriaba y pasaba las horas en el bar, en la mesa del rincón, apurando chatos de vino.
En verano se ganaba la vida llevando a turistas de pesca o en pequeños viajes por la costa. Con el dinero que sacaba tiraba durante el año, ayudado por esporádicos trabajos en el campo.
En uno de esos días en el mar, notó una sensación extraña. Un escalofrío recorrió su piel, y no se debía ni al frío, ni al libro que estaba leyendo. Se sentía como observado, lo cual parecía ridículo en mitad del mar. Intetó ignorar la sensación, pero era imposible, así que se levantó decidido a darse un baño, para despejarse. Lo que vió le dejó paralizado en la cubierta. Sobre el agua se encontraba el ser más extraño que había visto jamás. Su mente tardó en reconocer la figura que describían infinidad de libros de mar y crónicas marineras, pero que él nunca había creido. Con una larga melena dorada, unos increíbles ojos color turquesa, que parecían dos trocitos de mar y un rostro que era el más hermoso que jamás había comtemplado, una sirena se dejaba mecer por las olas, ayudada por la cola de pez que formaba la parte inferior de su cuerpo.
- No te asustes -dijo la sirena, con una sonrisa en los labios y con una voz que calentaba el alma.
El miedo desapareció de inmediato. La voz de la sirena le reconfortaba, contrariamente a lo que se podía esperar.
- Eres una sirena -dijo. No era una pregunta, sino una afirmación.
- Puedes llamarme así, aunque a mí me gusta más Eva.
- Yo me llamo Benito.
- Lo sé -dijo la sirena, sorprendiendo a Benito. Lo sabemos todo de ti. Llevamos mucho tiempo observándote.
- No entiendo.
- Y no tienes que entender. sólo tienes que confiar en mí.
Benito estaba sorprendido de lo fácil que resultaba eso, pese a lo extraño de la situación.
- ¿Qué quieres de mi? -preguntó.
- Hemos visto que tú realmente no encajas en este mundo. Queremos que nos acompañes.
- ¿Acompañarte? ¿A dónde?
jueves, 5 de enero de 2012
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