¡Ya era hora de retomar esto!
Aprovechando la primavera, en la que todo florece, y un concurso de relatos en mi pueblo, me he puesto las pilas y he terminado un relato inacabado que tenía desde hace un par de años.
El inicio ya lo conocéis. Por fin lo he acabado. La verdad es que lo empecé para el mismo concurso de hace un par de años. Ya me ha costado....
Ahí lo dejo.
La gente consideraba a Luis un chico distinto. Era una persona agradable, aunque un poco introvertido. Claro que los que conocían su historia lo veían de otra manera.
Luis vivía con su tía desde los doce años, cuando sus padres y su hermana murieron en un accidente de coche. Luis era una promesa del tenis. Participaba en la final del campeonato de España y había alcanzado la final. Su familia iba camino del torneo, para asistir a la gran final, cuando una rueda reventó y acabó con la vida de los tres.
Ana era su madrina, la hermana de su madre. Desde siempre se habían llevado muy bien, y pasaba largas temporadas en casa de Luis. Trabajaba de representante comercial de una compañía de exportaciones, y pasaba bastante tiempo de viaje fuera de España. Cuando regresaba de una estancia larga fuera de casa, solía quedarse un par de semanas en casa de Luis.
Tras el accidente, Ana pidió un puesto en las oficinas centrales y se ocupó de Luis. No estaba casada. Sus continuos viajes impedían una relación estable, y después no mostró ningún interés en perder su independencia.
Era una persona muy racional y daba bastante espacio a Luis, que ya de pequeño tenía un carácter equilibrado y responsable, en parte por la disciplina del deporte. Tras el accidente, Luis dejó el tenis; consideraba que por su culpa había perdido a su familia, y abandonó un deporte en el que estaba destinado a triunfar. Fue una época muy difícil. El inicio de la adolescencia unido a la pérdida de su familia podían haber tenido un impacto negativo en él. Sin embargo, lo que ocurrió es que se volvió más retraído. En lugar de estallar, se encerraba en si mismo. Se habituó a pasar las malas rachas sin ayuda de nadie, encerrado en su mundo. Se aficionó a los libros que le ayudaban a escapar de la realidad y le permitían vivir otras vidas y en otros mundos más interesantes y menos tristes que el suyo. Pero no se convirtió en un solitario. Tenía bastantes amigos, que se habían acostumbrado a su manera de ser. En el fondo les gustaba que alguno del grupo fuera así; racional, moderado y equilibrando a los demás, aunque jamás lo admitirían.
Una de las costumbres de Luis era salir con la bicicleta y explorar por el campo. Vivían en un pueblo de Madrid, y cuando vivían sus padres, solían salir a pasear con las bicis. A veces llevaban comida, y cuando encontraban un lugar interesante, dejaban las bicis y se ponían a explorar, buscando restos de otras épocas; cuando se cansaban, extendían una gran manta en el suelo, a la sombra de algún árbol en verano, o al sol si hacía buena temperatura y comían.
Su lugar favorito era un búnker de la guerra civil, que su abuelo había enseñado a su padre, y éste a su familia. Su abuelo había usado ese búnker durante la guerra, y se había conservado relativamente bien, con lo que iban a verlo de vez en cuando. Se podían apreciar las marcas de los disparos y uno podía fácilmente imaginar lo que debían haber sentido los dos bandos al luchar allí.
Luis sabía que por allí casi nunca iba nadie. A veces algún aficionado a la historia pasaba a verlo y sacar unas fotos, pero sentía que ese lugar era suyo; un refugio que nadie conocía, y al que escapaba cuando necesitaba estar solo. No había hablado a nadie de su existencia; ni a su tía ni a sus amigos, ni siquiera a los más íntimos.
Cuando su familia murió, pasaba muchos ratos allí. Su tía le dejaba, porque sabía que necesitaba estar solo. Al principio le preocupaba no saber dónde iba, pero poco a poco se fue acostumbrando a sus salidas. Luis cogía la bici y volvía al cabo de las horas.
La primera vez que entró al búnker, quedó impresionado. Por dentro era grande, más de lo que aparentaba por fuera. El cuerpo principal eran dos pasillos en cruz, que acababan en unas aberturas, por las que se controlaban los alrededores y por los que se defendía la posición. Uno de los pasillos era más largo que el otro, y al final había una especie de escaleras que llevaban a otro pasillo subterráneo acabado en una estancia, donde debían descansar los soldados. El búnker estaba sorprendentemente bien conservado. Las primeras veces no se atrevió a explorar todo el recinto; la parte superior tenía más luz, pero imponía la soledad del lugar. El pasillo inferior no tenía luz natural y daba verdadero miedo adentrarse en él, sin saber lo que podía haber. Un día se llevó una potente linterna y decidió adentrarse en la parte más subterránea. Comenzó a avanzar por el pasillo, y no se veía nada de interés. A primera vista sólo parecía un pasillo que acababa en una pared, pero esto no tenía sentido, así que decidió ir hasta el final del mismo. Lo que parecía el final del mismo no era tal, sino que el pasillo describía un ángulo cerrado, y continuaba brevemente hasta llegar a una especie de habitación. Si alguien fuera capaz de penetrar en el búnker, con unos pocos soldados, refugiados en el nivel inferior, podían defenderlo. Muy bien pensado.
Un sitio perfecto para disfrutar de la soledad. Un poco incómodo, pero nada que no tuviera solución
Las primeras veces se limitaba a tumbarse en el suelo o a recostarse contra una pared y dejar pasar las horas mientras se perdía en los recuerdos, disfrutando del dolor que éstos le producían. Poco a poco fue inspeccionando con más detalle el sitio. Se llevaba una potente linterna y buscaba indicios y pistas de las personas que habían pasado por allí. Hizo dos grandes descubrimientos. En una de las esquinas de la estancia inferior encontró una pequeña grieta, en la que cabía la mano. Pensaba que era natural, debido a la construcción, hasta que un día metió un poco la mano, y notó con los dedos una parte gastada y lisa, como si se hubiera usado mucho. Probó a tirar ligeramente, y se desprendió un bloque de piedra que dejó al descubierto un hueco de unos cuarenta centímetros de profundidad y treinta de ancho. Luis imaginó que era una especie de escondite donde los soldados guardaban para que nadie las robara.
Aprovechando el escondite, Luis fue dejando cosas que no usaba en casa y que le podían ser útiles; llevó una vieja manta que su tía iba a tirar, una radio que nadie usaba en casa, la linterna que solía llevar, unas cuantas pilas de repuesto y cosas así. Con el tiempo, tenía guardadas suficientes cosas para poder pasar el rato en el búnker, sin necesidad de ir cargado desde casa, así que cuando tenía ganas de estar solo, cogía la bici y se plantaba allí. Al final se convirtió en una rutina, y no pasaba ninguna semana en la que no visitara su refugio.
Ahora, le costaba recordar cuándo estuvo allí por última vez. Su vida era distinta. Tenía muchos amigos con los que salía y se divertía. También había una chica, Laura, con la que quedaba a menudo. Nunca habían dicho que eran novios, pero a esta edad no es necesario decirlo. No necesitaba evadirse, ni estar solo, así que el refugio quedó como una parte de su infancia que ya no necesitaba, aunque le había dejado una profunda huella.
Era curioso. Llevaba meses sin pensar en el refugio, y ahora le había venido a la cabeza. Sus amigos habían aprovechado el puente para irse a esquiar. A Luis no le gustaba esquiar, por lo que declinó la invitación de ir con ellos. Pasaría los tres días con Laura. Cosas del destino, Laura cayó enferma, y ahora Luis no tenía nadie con quien pasar el tiempo. Y precisamente, lo primero en lo que pensó fue en el búnker. Podía ir a recoger las cosas que tenía allí. Probablemente no volviera por allí, o al menos no tan asiduamente como para dejar cosas en él. Lo acababa de decidir; una visita rápida para ver qué podía aprovechar de las cosas que tenía, y lo que no, lo tiraría a la basura.
Sacó la bici del garaje y se sorprendió de la temperatura. Para estar en enero, el sol brillaba con fuerza, y hasta hacía calor. Pedaleó hasta el búnker, y disfrutó del paseo. Dejó la bici apoyada en la pequeña ladera que formaba el búnker y subió a la entrada del mismo. Al entrar notó un olor extraño. Le invadió una sensación extraña. Lamentó no llevar una linterna en la mano; como conocía perfectamente el camino, la tenía guardada en el escondite de la sala final. Agudizó el oído, pero no oyó nada. Dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad, y cuando pudo vislumbrar la silueta de las paredes, se dirigió con paso decidido a por la linterna. Cuando llegó, palpó la pared y descubrió asombrado que la piedra que ocultaba el hueco no estaba. Tanteó nervioso el interior del mismo, pero la linterna no estaba. Se giró dispuesto a marcharse, pero el haz de luz de su linterna le cegó. Había alguien en la puerta de la sala, que le apuntaba con su linterna a la cara.
- ¡Joder! – masculló, cegado y enfadado.
- ¿Quién eres tú? – preguntó la voz tras la luz. ¿Qué haces aquí?
Luis estaba más enfadado que asustado. Era un chico joven y fuerte, y con su edad, no tenía miedo. Pero le molestaba que alguien hubiera profanado su refugio y le hubiera robado sus cosas.
- Eso mismo podría preguntarte yo. ¿Qué has hecho con mis cosas? ¿Esa es mi linterna? – el hombre asintió. Pues ya podría dejar de apuntarme con ella.
- Perdona – la voz parecía dudar. Lo de apuntar con la linterna a los ojos del intruso había sido una buena idea para asustar al intruso, pero ahora se sentía más intruso él.
Dejó la linterna en el suelo y la puso en posición de lámpara, de manera que iluminara levemente la estancia. Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz, Luis pudo observar al hombre que estaba en el búnker. Moreno, delgado, con sombra de barba y aspecto descuidado, tirando a sucio. Sus ojos reflejaban profundo hastío y tristeza.
- ¿Qué haces aquí? – preguntó Luis.
- Encontré este lugar hace tiempo. Vi que nadie lo usaba y he estado viviendo aquí.
- Has cogido mis cosas.
- ¿Cosas? Sólo había una linterna tirada por el suelo y casi no funcionaba. ¿Qué más cosas tenías? ¿Por qué guardabas cosas aquí?
- En este hueco – dijo Luis señalando a la pared, tenía un escondite donde dejaba las cosas que usaba cuando venía aquí. Tenía una piedra que lo ocultaba a la vista, pero debe ser que alguien lo descubrió. No guardaba cosas de valor, pero eran útiles.
- Yo sólo cogí la linterna, y estaba en el suelo – el tono del hombre era como de disculpa.
Luis observó al hombre. No estaba asustado. A pesar de ser un desconocido, y del aspecto que tenía, su mirada, sus formas y su manera de hablar le inspiraban confianza.
- ¿Desde cuándo vives aquí?
- No llevo la cuenta, pero debe hacer como un año y medio.
- ¿Y cómo llegaste aquí?
- Es una larga historia.
- No hay problema, tengo todo el fin de semana.
- ¿Te importa que salgamos fuera? – preguntó el desconocido. Se está mejor que dentro.
Luis accedió y salieron al exterior. Se sentaron al sol, con la espalda apoyada en una de las paredes del búnker. El desconocido, que se presentó como Andrés, le contó su historia a Luis.
Andrés era un joven emprendedor y bastante inteligente, pero sin dinero. Estuvo trabajando un par de años en distintas empresas, pero siempre tenía la impresión de estar desperdiciando su tiempo. Un día coincidió con un conocido de la universidad, Juan. Estuvieron charlando de distintas cosas. Nunca habían sido íntimos, fundamentalmente porque se movían en círculos sociales distintos. Juan provenía de una familia con bastante dinero, aunque con los años la riqueza se había ido diluyendo. Al final, le convenció para montar una empresa y para que fueran socios. Andrés se dejó deslumbrar por los contactos y el desparpajo de Juan. Con el tiempo quedó claro que el cerebro era Andrés. Juan se encargaba de los temas económicos y del marketing, y Andrés de la dirección de la empresa. Aprovecharon el boom de las puntocom e hicieron bastante dinero. Andrés se dejaba llevar. Incluso se casó con una prima de Juan, Rosa. No fue amor a primera vista, pero se complementaban bien. Andrés buscaba estabilidad y posición y Rosa buscaba el éxito.
Con el tiempo, las relaciones de Andrés con Juan y Rosa se fueron resquebrajando. Los dos eran pura fachada y no tenían escrúpulos, siempre que fuera beneficioso para ellos. La crisis terminó por romper la sociedad y el matrimonio. Andrés no conocía lo que movía Juan amparado por la sociedad común. Juan terminó hundiendo la empresa en beneficio propio. De repente, Andrés se encontró sin trabajo y sin matrimonio. Y lo que es más, entre Juan y Rosa se las apañaron para dejarle sin dinero.
La situación económica no era buena, y Andrés se fue hundiendo poco a poco. Lo peor es que no terminó de recuperarse anímicamente. Sin casa y sin trabajo, se dedicó a errar por distintos lugares. Se alojaba donde podía y trabajaba en lo que podía, siempre trabajos cortos y mal pagados.
Hacía unos tres meses que andaba por esta zona. Un día descubrió el búnker y decidió probar a vivir allí. Por el día intentaba buscar algún trabajillo, aunque sin mucho éxito.
- Hasta hoy – terminó Andrés.
- ¿Y no has intentado retomar tu antiguo trabajo? – preguntó Luis. Supongo que tendrás algunos contactos que te podrían ayudar a encontrar trabajo.
- El problema es que he perdido las ganas. No hay nada que me mueva a salir de esta situación. Me preocupo de sobrevivir día a día. Y tú, ¿qué hacías por aquí?
- Este sitio era un lugar donde podía huir y estar a solas.
- No pareces un chico con necesidad de huir de nada.
- Las apariencias engañan – comentó Luis. Le resumió brevemente su historia.
Cuando terminó, el rostro de Andrés reflejaba una profunda tristeza. No es que antes tuviese una expresión alegre, pero, tras oír la historia de Luis, se acentuó su estado de ánimo.
- Se me hace tarde – dijo Luis, rompiendo un incómodo silencio. Me voy a casa. Creo que puedes seguir usando este sitio sin problemas. Yo nunca he visto a nadie por aquí, y yo no pienso molestarte.
- Gracias por la conversación y la compañía. No suelo hablar mucho con la gente.
- No hay de qué.
Luis estaba en la cama sin poder dormir. Por algún motivo, no podía apartar su mente de Andrés. No sabía por qué, pero había conectado con él a pesar de ser un completo desconocido. Cansado de dar vueltas en la cama, se levantó y se puso a deambular por la casa. Algo le rondaba la cabeza. Tomó una decisión. Cogió las llaves del coche de su tía, bajó al garaje y se montó. No había nadie por la calle y mucho menos por la carretera. Un poco antes de llegar al búnker se desvió de la carretera principal y dejó el coche aparcado en la cuneta. Encendió la linterna y bajó del coche. En contraste con la temperatura del día, por la noche hacía bastante frío.
Se dirigió hacia la entrada del búnker. No sabía exactamente qué le iba a decir a Andrés. Esperaba que no se asustara. Agachó la cabeza al pasar por la entrada y bajó las escaleras iluminando sus pasos con la linterna. En el pasillo principal no se veía a nadie, aunque era normal. Se dirigió al fondo del búnker. Al doblar el primer cruce de pasillos, vio un bulto en el suelo. Luis miró sorprendido. Andrés dormía plácidamente dentro de un saco de dormir bastante maltrecho. Suponía que iba a encontrarle medio despierto, o al menos alerta a cualquier ruido. Se quedó mirando sin saber qué hacer. No sabía cómo podía reaccionar Andrés si le despertaba. La situación era incómoda y cómica al mismo tiempo. Después de unos minutos, Andrés abrió los ojos. No mostró sorpresa ni ningún otro sentimiento.
-¿Tienes como costumbre observar cómo duermen los desconocidos? – preguntó. Luis casi pudo intuir una sonrisa en su cara.
- La verdad es que no. ¿Quieres venir a casa? – preguntó sin pensarlo.
Ahora sí que la sorpresa quedó reflejada en el rostro de Andrés. Abrió mucho los ojos y se quedó sin palabras durante unos segundos.
- No.
- ¿Por qué no? – preguntó algo enfadado Luis.
- No me conoces; no sabes nada de mí. No vas a meter un extraño en tu casa.
- Eso es cosa mía –replicó tercamente.
Se miraron durante un rato. Al final, Andrés se encogió de hombros y se levantó.
- Como quieras. Yo estoy listo. No tengo mucho que llevar.
Se echó la mochila al hombro e hizo un gesto hacia el pasillo indicando a Luis que indicara el camino.
Salieron al exterior y se estremecieron por el viento frío que soplaba. Se apresuraron al coche y se metieron dentro. En unos minutos estuvieron en la casa de Luis.
- No tienes que hacer esto – insistió Andrés.
- Lo sé, pero quiero hacerlo.
Entraron en la casa y Luis los llevó a la cocina. Encendió la luz y le señaló a Andrés la mesa, indicándole que se sentara.
- ¿Qué prefieres primero? ¿Comida o ducha? Tienes pinta de necesitar las dos cosas. Me apaño con la cocina, así que te puedo prepararte algo. Tenemos un baño de invitados, puedes disponer de él.
- ¡Ja! – sonrió sinceramente Andrés. Voy a ser práctico y a abusar, ya que me dejas. Mientras haces algo de comer, me voy a dar una ducha.
- Perfecto. Voy a buscarte algo para que te pongas.
- Creo que te excedes – dijo Andrés, mientras se encaminaba hacia el baño, moviendo la cabeza.
Luis preparó algo de carne y unas verduras y las puso sobre la mesa. Como Andrés no había salido de la ducha, fue a su habitación a por algo de ropa. Encontró algo viejo que no se ponía y se lo bajó a Andrés.
Cuando éste entró de nuevo en la cocina parecía otra persona. Aseado y con ropa limpia, su aspecto había cambiado radicalmente.
Estuvieron charlando un rato sobre distintos temas mientras comían, y después, Luis le preparó el cuarto de invitados y se fueron a dormir. Sorprendentemente, Luis cayó dormido enseguida y no tuvo ninguna inquietud por el hecho de tener un desconocido en casa.
Despertó tarde. El sol entraba por la ventana. Volvía a hacer un día bueno. En la casa no se oían ruidos. Imaginó que Andrés dormiría hasta tarde. Se levantó y fue a ver si dormía. La puerta de la habitación estaba abierta, la cama deshecha, pero vacía. Por un momento, Luis se preocupó. Por su cabeza pasaron un montón de ideas, ninguna buena. Se preocupó. La ventana estaba abierta y entraba frío por ella. Se acercó a cerrarla. La ventana daba al jardín. En él, sentado en una tumbona, se encontraba Andrés, con un libro en las manos, aunque no lo estaba leyendo. El libro estaba abierto, pero Andrés miraba al horizonte, pensativo. Se le veía relajado y cómodo, tanto, que Luis se sintió incómodo, como si estuviera invadiendo su intimidad. De repente, Andrés debió notar que alguien le observaba, porque giró la cabeza y al reconocerle, le saludó con la mano.
- Bajo a reunirme contigo – dijo Luis, respondiendo al saludo.
Una vez abajo, Luis echó un vistazo al libro que tenía Andrés.
- Interesante elección.
- Lo he visto en el salón y no he podido resistirme. Espero que no te moleste. Estuve echando un vistazo por la casa. Vi el título y lo cogí. He leído ese libro varias veces, aunque hace años que no leo nada.
- El Conde de Montecristo. ¿Piensas vengarte de alguien?
- En absoluto. Demasiados planes y demasiadas complicaciones. Lo pasado, pasado está.
- ¿Tienes hambre? – preguntó Luis, cambiando de tema. No quería hacer recordar a Andrés su pasado.
- No exactamente. Mi concepto de hambre ha cambiado en los últimos años. Pero tú desayuna.
- Lo decía porque en el bar de más abajo ponen unas porras estupendas. Podemos ir y luego dar una vuelta por el pueblo. Es pequeño, pero acogedor. Seguro que te gusta.
- Creo que debería marcharme. No sé qué hago aquí.
- La verdad es que estoy solo y me apetecía compañía. No encontré a nadie más – dijo Luis con ironía. Deja de darle vueltas y acompáñame.
A mediodía volvieron a casa. Cuando abrieron la puerta, la tía de Luis estaba en casa. Había vuelto pronto de su viaje. Cuando vio a Andrés, se quedó seria y miró interrogadoramente a Luis. Luego su cara reflejó sorpresa. Andrés a su vez también parecía sorprendido.
- ¿Andrés? – preguntó perpleja Ana. ¿Eres Andrés?
- ¿Ana? – preguntó a su vez Andrés. No puedo creerlo.
- ¿Os conocéis? – Luis era el más sorprendido de los tres.
- Es una larga historia – respondió Ana.
martes, 23 de marzo de 2010
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